Megasequía: la falta de un Plan B nos tiene al borde de los racionamientos
Desde hace quince años, Chile, entre Copiapó y el BioBío, está siendo afectado por una sequía que no tiene precedentes por su duración en la historia climatológica del país. El año de inicio, en la zona central, se sitúa en 2007. Las cifras han sido elocuentes: la escasez de nieve actual es del 98%; los embalses (riego y agua potable) presentan déficits, en promedio, de un 80% en Coquimbo y 81% en Valparaíso (la Región Metropolitana indica un 25%, la del Libertador Bernardo O´Higgins sube al 50%, Maule asciende a 88%, Ñuble indica 60% y en BioBío, 87%). Los caudales presentan déficits críticos: Petorca. -90%; La Ligua, -92%; Aconcagua, -60%; Mapocho, -66%; Maipo, -65% y, más al sur, el río Maule, -52%. No es de extrañar, entonces, que un 48% de la población esté bajo decretos de escasez hídrica.
Desde el mundo político se ha explicitado claramente que la RM podría tener racionamiento de agua potable a mediados de año o hacia la primavera del 2022. Y es en este espacio territorial donde nos centraremos precisamente, porque las consecuencias que se derivarían de la aplicación de racionamiento son extremadamente complicadas para la sociedad, sobre todo pensando que el área Metropolitana tiene una población de 7.112.808 de habitantes (INE, 2017), quienes curiosamente dependen de dos ríos para abastecerse de agua potable (el Mapocho y el Maipo), supeditados ambos a la nieve y las precipitaciones, acumuladas entre mayo a agosto de cada año.
En geografía física hay dos tipos de fenómenos: los de carácter intensivo y los extensivos. Los primeros surgen en un lapso de tiempo corto (terremotos, erupciones volcánicas), mientras que los extensivos se desarrollan en un período más largo; en este último caso se enmarca la actual megasequía. La diferencia vital entre ambos estriba que en los primeros el impacto es inmediato, es escaso el margen para evitar un desastre que afecte a la población. En cambio en aquellos extensivos, por sus características temporales es posible ir adaptándose a sus impactos.
Por lo anterior, es inexplicable que algunas regiones de Chile, sobre todo rurales, enfrenten una megasequía de ya quince años (2007-2021) solo con medidas de mitigación (decretos de escasez hídrica, emergencia agrícola, racionamiento de agua potable y abastecimiento con camiones aljibes). Cabe preguntarse ¿por qué el Estado chileno no ha logrado adaptarse a una situación climática que ya se configura como un cambio climático permanente —desde condiciones mediterráneas a unas netamente áridas y semiáridas— y que viene advirtiéndose en investigaciones sobre este fenómeno desde hace más de veinte años?
La respuesta es que nunca fue abordado con el sentido de urgencia que se requería. Más aún, considerando que el cambio climático se está desarrollando más rápidamente que lo esperado. Las investigaciones estiman que hacia el 2030 la temperatura media de la Tierra será 1,5 °C mayor a la de los niveles preindustriales; adelantándose así en diez años a lo que los modelos habían predicho (hace solo tres).
Lo anterior está generando procesos irreversibles en nuestro país, como es el caso de la megasequía. Al ser las lluvias cada vez más escasas, obviamente la posibilidad de llegar a un probable escenario de racionamiento hídrico es solo una de las consecuencias que veremos en nuestro país. Al carecer de medidas concretas de adaptación frente a esta amenaza, tendremos que aprender por el lado más duro: la escasez sostenida del recurso hídrico para agua potable y riego.
En el escenario más probable, frente a la gran vulnerabilidad en la que nos encontramos está la declaración explícita de las autoridades políticas sobre la alta probabilidad de decretar racionamiento de agua potable, empezando por las comunas de Lo Barnechea, Las Condes y Vitacura; esto debiera aplicarse hacia el segundo semestre de 2022, sin descartar que otras se sumen a este crítico escenario restrictivo. Pero desde una perspectiva bioclimática se debe evitar al máximo llegar al extremo del racionamiento de agua en comunas y, progresivamente, en una región completa. Los efectos colaterales que se derivan son varios. En el supuesto caso de que sean unas horas sin suministro, habrá un impacto en varios rubros de la sociedad (restaurantes, hoteles, colegios, universidades, servicios públicos, terminales de buses) que, además de la ciudadanía, se verán afectados directamente.
Por otro lado, hoy cada uno de nosotros nos encontramos en lo que se denomina un «confort hídrico»: usamos 170 ó más litros de agua al día por persona. En el caso eventual que un nuevo escenario de crisis requiera el aporte de camiones aljibes a algunas actividades económicas o personas naturales, en ningún caso será para distribuir una cifra similar (ni superior).
Finalmente, preocupa qué extensión temporal tendría el racionamiento. Si se iniciara a mediados de año, ¿se extendería hasta fines del verano de 2023 (marzo)? Es lo más probable, considerando que si las lluvias son escasas en el invierno, como arrojan los modelos que hemos analizado probabilísticamente, prácticamente no habrá desde septiembre 2022 a marzo 2023 precipitaciones que puedan recargar hídricamente al sistema. Esto hace improbable que el racionamiento se termine en el corto plazo, a no ser que exista, de parte de las autoridades políticas, un plan B previo o en paralelo a la crisis hídrica que busque alternativas para volver a abastecer «normalmente» a la RM, permitiendo que el racionamiento sea acotado y no se extienda a primavera-verano. La pregunta, entonces, es: ¿existe ese plan B?.
Según las proyecciones climatológicas, en un escenario de aumento de la temperatura del planeta en 1,5 °C en el norte y centro de Chile, el alza térmica sería mayor al promedio de la tierra. En el GRÁFICO 1 se resume nuestro estudio respecto al escenario termopluviométrico de Santiago, pasado y actual:
Durante el siglo XX, Santiago mostraba la alternancia de años secos y lluviosos. También teníamos oscilaciones periódicas de las temperaturas máximas promedio extremas de verano (diciembre, enero, febrero y marzo) asociadas a olas de calor o eventos cálidos. Sin embargo, desde 2007 en adelante se observa un alza sostenida, con valores que tienden a sobrepasar los 35 °C.
Este escenario bioclimáticamente triangular, en el que las temperaturas máximas extremas están subiendo en verano y el año termina con déficit marcados de lluvias, indica una tendencia inversa hacia el futuro cercano (2025): cada vez más calor extremo en verano, acoplado a años deficitarios.
El alto estrés térmico e hídrico al que ha estado sometido el sistema natural y urbano, entre 2009 y 2022 estaría explicando por qué la RM muestra este año un punto de no retorno e irreversible. De la misma manera está dejando al sistema político, que debe tomar las decisiones estratégicas sobre adaptación a este escenario, con un escaso margen de maniobra para evitar el racionamiento hídrico. Si existiera un plan B robusto y confiable para evitar medidas extremas, tendríamos certezas que, de decretarse, serían de corto plazo.
Pero si no existe ese plan —o ni siquiera se ha pensado—, da la impresión de que es porque las apuestas confían en la variable más improbable y azarosa, que es que durante este invierno volverán los temporales de lluvia y nieve (que en el quinquenio 1981-1985 promediaban 385,0 milímetros en la capital). Sin embargo, la lluvia promedio entre 2016-2020 nos indicó menguados 194 mms. El quinquenio que ahora se inicia (2021-2025) ha sumado solo 114 mms. el año pasado (un 70% menos de lluvias respecto al promedio del siglo XX).
Sin lugar a dudas que la información sobre los escenarios climatológicos inmediatos será estratégica para las decisiones políticas actuales, las que sin duda deben tener un sentido de urgencia que permita minimizar el impacto social y económico para este año y los siguientes, no solo en Santiago, sino que en todo Chile.
Por Patricio González Colville, en columna para CIPER, este académico e investigador experto en agroclimatología plantea cuestionamientos a la autoridad que van más allá del diagnóstico.